domingo, 21 de noviembre de 2010

La habitación del hijo


Queridas (y desaparecidas) Madames,
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¡Miren, miren! ¡Cuánta alegría me ha dado encontrar en la red la habitación de Marcel! (en el blog de una escritora cubana, quién me lo iba a decir). Un sillón, un escritorio, un diván, y la sencilla cama con su colcha azul, que, la verdad, no parece de la época. Esto al parecer se conserva en un museo parisino, el Carnavalet, dedicado a la historia de París, y que reconozco no conocer. Creo no obstante que en un futuro daré un paseo por la rue Sevigné para buscarlo, como ya hice con Pere Lachaise en su día, y sería estupendo que me acompañaran.
¿Ustedes limpian y ventilan bien las habitaciones de sus hijos? Espero que sí, porque he descubierto cuán importantes son para que los muchachos crezcan en amor hacia su familia. En la mitad del segundo libro, y prácticamente partiendo en dos el mismo (París y Balbec, Gilberta y Albertina, invierno y verano), Marcel vuelve a despertar en una habitación, pero en este caso no es la de la infancia donde su madre debía darle el beso de buenas noches para un buen descanso, sino en el hotel de Balbec donde pasará el verano de su pubertad. Si al inicio del primer volumen Marcel sufría una ensoñación en el límite entre la realidad y la ficción, o entre el sueño y la vigilia, y así despertaba tanto a la vida como a la novela, setecientas páginas después se ha desplazado en el espacio, algo también en el tiempo, para descubrir el desgarro que suponen las personas y cosas que dejamos atrás, que se rebelan en nuestras almas por ser potencialmente olvidables al despertar en una nueva habitación/vida. Temo que la fuerza que impulsa el libro era el horror de Marcel a despertarse en cama distinta a la suya. Supone para él un sentimiento de pérdida al encontrarse entre elementos que no reconoce pero que pudieran convertirse para él en más importantes que los que actualmente le son imprescindibles y aún ama.
No sé qué aconsejarles, la verdad. Si limpiar de necedades infantiles las alcobas de sus retoños, o bien proveerlas de los correspondientes mementos que aseguren el recuerdo de la tierna mente infantil durante años. Denles besos, en cualquier caso. Léanles libros al anochecer. Intenten hacerles felices, a ser posible no tan ensoñadores, aunque sí poetas. Porque en Marcel he aprendido alguna cosa que por lacerante no debo dejar de recordarles en la educación: Cuando uno es desgraciado, se vuelve muy moral
Suya,
Madame de Borge

domingo, 14 de noviembre de 2010

El humor, el humor...

Querida Madame Proust,

Mírelo, mírelo como sí que Marcel tiene sentido del humor. Se lo explico en sus diferentes formas:

- El chiste malo (pronunciado por un médico):
Y sobre todo, póngale a leche. Más adelante, cuando hayamos acabado con los ataques y con la agripnia, no tengo inconveniente en que tome usted alguna sopa y algún puré; pero a leche, siempre a leche. Eso le gustará a usted, porque en España está de moda. (Este chiste era conocidísimo de sus alumnos porque le soltaba en el hospital cada vez que ponía a régimen lácteo a un hepático o a un cardíaco)

- La conversación frívola social (en la tertulia de Swann):
--[...] Yo hago con mucho gusto cualquier cosa que sea favorable a mi marido.
--Pero, señora, lo primero es poder hacerlo. Probablemente usted no es nerviosa. Yo, en cuanto veo a la mujer del ministro de la Guerra haciendo gestos, me pongo a imitarla sin querer. Es una desgracia tener un temperamento así.
--¡Ah, sí! He oído decir que esa señora hace muecas nerviosas; mi marido conoce también a un personaje muy elevado, y claro, los hombres cuando se ponen a hablar...
--Ocurre lo que con el jefe del protocolo, que es corcovado: en cuanto está cinco minutos en mi casa no puedo por menos de ir a tocarle la joroba, es fatal.

- Comedia sexual entre adolescentes:
<> viendo que me lanzaba sobre ella para besarla. Pero yo me dije que cuando una muchacha llama a un mozalbete que vaya a su cuarto en secreto y se las arregla para que su tía no se entere, será para algo, y además que la audacia sale bien a los que saben aprovecharse de la ocasión; en el estado de exaltación en que yo estaba, la redonda cara de Albertina, iluminada, como por una lamparilla, por un fuego interno, cobraba para mí tal relieve, que, imitando la rotación de una ardiente esfera, me parecía que daba vueltas como esas figuras de Miguel Ángel arrastradas por inmóvil y vertiginoso torbellino. Por fin iba a conocer el sabor y el olor de aquel misterioso fruto rosado. Oí un ruido precipitado, chillón y prolongado. Albertina había tirado de la campanilla con todas sus fuerzas.

Reconozco, Madame, que la lectura del primer volumen me produjo más carcajadas, siempre esporádicas eso sí, que la de este segundo libro. Aún así, espero seguir disfrutando de estas perlas inesperadas que, a decir verdad, desconozco si según los contextos me provocarían diferentes reacciones.

Suya,
Madame de Borge






domingo, 7 de noviembre de 2010

Haciendo aproustasía

Querida Madame Proust,


Muchas personas de bien me han afeado mi carta anterior. Que si una dama no puede escribir según qué cosas. Que si estas cosas no son buenas para la educación de los niños franceses, etc. Nadie al menos ha enviado mis letras a un juez, ni concejal alguno se ha molestado por las mismas, afortunadamente. ¿Se imagina? ¡Madame de Borge acusada de indecente! ¡Yo, que he dado de comer a los obispos de media Francia! Para reponerme del disgusto, tomé el Transcantábrico para asistir a la misa de un viejo amigo en Compostela. Aunque el hombre está algo cambiado de cuando, en mi mocedad, le conocí. ¿Ha visto usted qué cura guapo? Yo le diría que se le ajusta muy bien aquello que decía Oscar Wilde: Hay algo trágico en el enorme número de jóvenes que viven en Inglaterra en la época actual: empiezan su vida con perfiles perfectos, y acaban por adoptar alguna profesión útil.
Está feo no obstante traerle citas de un inglés que nunca cayó bien a Marcel a esta casa, aunque nuestra más británica tertuliana ande desaparecida y ya no tome el té (temo se haya pasado a otras sustancias innombrables). Temo que eso de los perfiles Marcel ya se lo huela, pero, francamente, no imaginaba que tuviera tanta lucidez sobre su genio. Sucede que leyendo tantas páginas seguidas escritas por la misma pluma, la psique se desate y se revele. Ay, Madame, todos sabemos que nadie hay más grande que Marcel, pero, ¿por qué se lo dice a sí mismo?.
Quizá por eso se dice el hombre de genio, para evitarse las incompresiones de la multitud, que como a los contemporáneos les falta la distancia necesaria, las obras escritas para la posteridad sólo la posteridad debiera leerlas, igual que ciertas pinturas, mal juzgadas cuando se las mira muy de cerca. Pero en realidad, toda cobarde precaución para evitarse los juicios erróneos es inútil, porque son inevitables. El motivo de que una obra genial rara vez conquiste la admiración inmediata es que su autor es extraordinario y pocas personas se le parecen.
Cuán segura estoy de que Marcel pensaba honestamente en la posteridad, y cuánta pena se desprende del escaso reconocimiento en vida en estas líneas. Me pregunto si su alusión a la pintura que de cerca no se entiende pudiera ser una referencia a tanto pintor impresionista que no vendió cuadros en vida. Pero no puedo olvidar que tras escribir estas líneas y mover algunos hilos, Marcel ganó el Premio Goncourt por A la sombra... ¿Recordaría estos comentarios suyos? ¿Qué extraña paradoja no pasaría por su cabeza al hacerlo?.
Suya,
Madame de Borge